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Del Zonda al hielo eterno: la experiencia de un sanjuanino en la Antártida

Marcelo Torresi pasó un año en la Base Marambio en la Antártida. Viento blanco, rutinas duras, aislamiento y un compañerismo que lo marcó para siempre. “Allá no hay excusas: todos hacemos todo”, relató.

Por Federico Mir Muñoz
15 de mayo de 2025

Base Marambio en la Antártida.

Marcelo Torresi tiene 34 años, es suboficial auxiliar de la Fuerza Aérea Argentina, sanjuanino de nacimiento y con una historia de vida que lo llevó desde el calor seco de Cuyo hasta los vientos polares del continente blanco. Desde su casa en el conurbano bonaerense —donde está destinado actualmente—, repasa su paso por la Antártida como una de las experiencias más intensas y transformadoras que le tocó vivir. Todo esto en marco del 64 aniversario de la creación de la División Antártica.

“Cuando me dijeron que me tocaba ir, no sabía si estar contento o asustado. Uno escucha historias, ve fotos… pero estar allá es otra cosa. El frío, el silencio, la inmensidad... Todo te cambia”, afirmó a DIARIO HUARPE.

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Entre la nieve y la rutina

Torresi estuvo casi un año en la Base Marambio, donde cumplió funciones logísticas: mantenimiento, apoyo a vuelos, asistencia a científicos, y lo que hiciera falta. “Allá no existe el ‘esto no me toca’. Si hay que ayudar en la cocina, se hace. Si hay que palear nieve, también. Somos pocos y nos necesitamos todos”, resumió.

También participó en operativos junto a investigadores, a quienes transportaban en motos de nieve para sus tareas de campo. “Aprendés mucho escuchándolos. Son unos capos, aunque a veces no entendés ni la mitad”, contó.

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Un frío que se mete en los huesos

Pasar de San Juan —con sus 40 grados a la sombra y el Zonda sacudiendo ventanas— a la Antártida fue un choque brutal. “Te bajás del avión y el viento te cachetea. Es como si te pegara alguien. Pero después te vas adaptando. Aprendés a moverte, a vestirte bien. El cuerpo y la cabeza se te van acomodando”, sostuvo.

La clave era cuidarse del clima extremo: ropa térmica en capas, botas dobles, guantes gruesos, capucha hasta la nariz. “No podés confiarte. Un descuido y te congelás en dos minutos. Y siempre que salíamos, era con radio, en grupo y con mucho protocolo”.

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Dentro de la base, todo se cuidaba al detalle. “La calefacción, las puertas, el calor… no podés dejar nada librado al azar. Si se enfría un sector, cuesta días recuperarlo”, sentenció.

Mates, truco y una peña antártica

El tiempo libre era una bocanada de aire en medio del encierro. “Mirábamos pelis, jugábamos al truco, hacíamos ping-pong. Teníamos un mini gimnasio. Y cuando era el cumple de alguien, armábamos algo especial. Una vez hicimos hasta una peña con guitarras”, recordó con entusiasmo.

En ese contexto, los vínculos se vuelven esenciales. “Se genera un compañerismo muy fuerte. No tenés a dónde ir si estás mal, así que te apoyás en los demás. Te hacés amigo posta. Nos volvemos como una familia”, agregó.

Una marca para siempre

El viaje comenzó en Buenos Aires con una preparación intensa. De ahí, a Río Gallegos, y luego el Hércules C-130 rumbo al hielo. “El vuelo es tremendo. Volás sobre mar congelado. Cuando aterrizás, sabés que entraste en otro mundo”, describió Marcelo.

Hoy, ya de vuelta, asegura que esa experiencia lo transformó: “Te volvés más compañero, más paciente. Allá todo se vive más intensamente. Un mate compartido, una charla, una carta de casa… todo eso vale oro”.

Y aunque no duda de que fue duro, no lo cambiaría por nada. “Parece mentira, pero sí: extraño la Antártida. Extrañás el silencio, el cielo limpio, los pingüinos caminando cerca. Y sobre todo, esa sensación de estar haciendo algo importante”, afirmó.

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